El Acuerdo de París, que se cerró en diciembre de 2015 y que se empezará a aplicar a partir de 2020, no necesitaba líderes dubitativos o escépticos ahora. Sino todo lo contrario. El pacto tenía el gran mérito de haber involucrado a todos los países, a diferencia del Protocolo de Kioto, que, tras la salida de EE UU a principios de siglo, solo cubrió con objetivos de reducciones algo más del 10% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Pero los recortes de CO2 contemplados en el nuevo Acuerdo de París no bastaban. Por eso el pacto preveía que se aumentaran progresivamente. Donald Trump no solo no está dispuesto a incrementar los compromisos; ni siquiera quiere cumplir con lo que se acordó en 2015.

Los esfuerzos presentados de manera voluntaria por cada uno de los casi 200 países firmantes —cerca de 150 ya lo han ratificado— no eran suficientes para cumplir la meta del Acuerdo de París: impedir que el aumento medio de la temperatura del planeta supere un nivel de entre 1,5 y 2 grados a final de siglo respecto a los niveles preindustriales. La humanidad ya se ha comido la mitad de ese margen: en 2016 ese incremento ya estaba en más de un grado centígrado con respecto a finales del XIX. Y, como no bastaban los planes de recortes de gases de efecto invernadero que cada país presentó, el propio acuerdo incluye que esos objetivos deben revisarse al alza periódicamente.

Un informe de la ONU de 2016 recordaba que se necesita un esfuerzo adicional del 25% de aquí a 2030. Y señalaba que, con la aplicación de los compromisos actuales, a finales de siglo el aumento de la temperatura media podría llegar hasta los 3,4 grados, muy por encima de los 2 grados, la barrera que los científicos han fijado para que los efectos del calentamiento global sean manejables.

Los firmantes del pacto en 2015 eran conscientes de lo insuficiente de los planes voluntarios. De ahí que el compromiso del acuerdo fuese incrementar periódicamente las reducciones. Esa era la hoja de ruta. Pero, para ir aumentándolos, era necesario que los líderes mundiales estuvieran implicados. Y, cuando en noviembre de 2016 Donald Trump ganó las elecciones, la inquietud se apoderó de los negociadores climáticos, que estaban reunidos en Marrakech (en la cumbre anual del clima) en el momento en el que se conoció la victoria del republicano. Esos temores se confirmaron el jueves.

El Acuerdo de París despeja las dudas, desde el punto de vista político, sobre la relación entre el aumento de la temperatura y el incremento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Hasta el inicio de la era industrial existía un equilibrio en esa concentración de gases. Pero el avance de los países desarrollados, fundamentalmente, basado en la quema de combustibles fósiles lo ha roto. Por eso el pacto climático establece como fórmula para luchar contra el calentamiento global el recorte de las emisiones de gases —principalmente, el CO2— a través de los planes voluntarios que cada país presenta. Solo China, EE UU y Europa acumulan la mitad de las emisiones de todo el planeta.

Trump, en su discurso del jueves, no puso en duda las evidencias del cambio climático o su relación con los gases de efecto invernadero, que en su inmensa mayoría provienen de los combustibles fósiles —petróleo, carbón y gas—. Su ataque fue más profundo y calculado: justificó la retirada por la pérdida de competitividad que hipotéticamente puede sufrir la economía de EE UU.

Golpe a un pacto climático que ya era insuficiente

ACTITUD DE BLOQUEO

Esa pérdida de competitividad es uno de los argumentos que algunos Estados han esgrimido para no aplicar políticas robustas contra el calentamiento. Es lo que se conoce como “fuga de carbono”; el riesgo de deslocalización de empresas al aplicar medidas duras a las actividades más contaminantes. En el lado contrario de esta balanza están los riesgos a una exposición elevada a las inversiones en combustibles fósiles, que muchos fondos y entidades empiezan a tener muy en cuenta. Y la catarata de grandes compañías estadounidenses que defienden el Acuerdo de París.

A principios de mayo se celebró en Bonn la reunión preparatoria de la próxima cumbre anual del clima, que será en la misma ciudad alemana en noviembre. Estas reuniones, al igual que las cumbres anuales, sirven para ir desarrollando el acuerdo. El pacto ya está en vigor, pero no se empezará a aplicar hasta 2020. Hasta entonces, los países deben desarrollar la letra pequeña y los instrumentos para que funcione. Y la forma en la que los Estados deben comprometerse a más esfuerzos.

La salida de EE UU se produce en ese momento crítico del desarrollo del pacto. Y no está claro cómo se hará. Si Trump opta por salir sin más, eso no se consumaría hasta dentro de tres años, ya que así lo fija el propio tratado —algo que la Administración de Barack Obama insistió en incluir en el pacto—.

En cualquier caso, parece que la Administración de Trump estará presente en las próximas negociaciones del desarrollo del acuerdo. Algunos negociadores temen que mantenga una actitud de bloqueo. La esperanza de los defensores del pacto es que se produzca un cambio en la Casa Blanca. “Vendrán nuevas Administraciones”, ha resumido este viernes el comisario europeo Miguel Arias Cañete. Y el Acuerdo de París es una carrera de fondo que, al menos, durará hasta mediados de siglo.

Fuente de la noticia: http://internacional.elpais.com/internacional/2017/06/02/actualidad/1496393721_751866.html